Fioncer - Alias: CJBustamante

Ahí viene, caminando, sonriendo y saludando a las chicas, quiénes la admiran y siguen como discípulas. Mientras avanza a la entrada del colegio, la adorna sutilmente los reflejos del sol veraniego de las primeras horas de la mañana, que hacen que su cabello brille intensamente en un color amarillo - rojizo.


Los varones la observan rigurosamente, analizan cada una de las partes de su cuerpo escultural con una precisión cartesiana que dejaba en su mente una satisfacción visual duradera, por lo menos, hasta verla nuevamente.

Ella imparte clases de religión; ¡Oh por Dios! ¿Ella precisamente tenía que dar estas clases? Pues sí, necesariamente sí, a lo mejor y su recato regresaba, si es que los milagros, como la doctrina que enseña son ciertos, podría ser que sí.

Todas las quinceañeras de mi salón hablaban maravillas de esta mujer, la veneraban como a los santos que eran citados en clases. Por sus declaraciones creo, que en la vida tuvieron una profesora como ella: inteligente,
amable, dulce que se ganaba el cariño de todos con su personalidad.

Fue todo un festejo cuando la antigua profesora; una mujer amargada, ponzoñosa y mayor que, probablemente rodeaba los 50, alcanzó la gloria de quedar en cinta; un hecho insólito. ¡Por esto creo que ciertos milagros existen!

De cualquier manera, una vez ausente, alguien tenía que ocupar su puesto y es ahí cuando entra esta nueva profesora.

Francamente a mí no me agradaba
la vieja anterior; de hecho, no me agrada esta. Yo no me como los cuentos de dulzura y benevolencia, ¡pamplinas!, yo conozco a la nueva profesora y sí, es digna de alabanza, pero por su cinismo. Estoy casi segura que hubiese sido un as en el séptimo arte, su actuación le valdría al menos un Oscar.

Es mediodía, la profesora de re
ligión entra al salón y el alboroto a posteriori del término de la anterior clase cesa. Las chicas se sientan rectas, se arreglan el cabello y sonríen ante ella, mientras que los varones pues, simplemente se tranquilizan y empiezan con el ritual de la hora de entrada.

Pasa lista y al releer en decrescendo mi apellido comienza la batalla campal. Cruzamos miradas furtivas, nos cazamos mutuamente, ella me conoce, yo a ella, estamos ansiosas de decirnos unas cuantas cosas. El ambiente es propicio para encararnos; el aire es denso, estamos en un aula con 30 personas, suficiente para una multitud atenta al duelo clásico del oeste norteamericano, el tigre y el dragón japonés rodeándose para ver quien define este encuentro silencioso. Pero lenta y calmadamente nos tumbamos en el espaldar de nuestros respectivos asientos mostrando una leve sonrisa de maleante. Si vamos a enfrentarnos tiene que ser con todas las de la ley. Ella lo sabía y yo también, pensamos igual, nos parecemos, por eso nos odiamos.

Acaba la clase, mis compañeros salen de a poco del aula y la profesora me mira fijamente desde su cátedra, con un aire jerárquico que el mueble le otorgaba sobre mí. Nos veíamos mientras en frente de nosotros pasaban mis compañeros, ella quería decir algo con esa mirada maliciosa, lo sé porque la miraba de igual manera. Acabó por salir de salón y yo también. Me dirigí al baño antes de retirarme del colegio a casa.

Al salir del baño recordé que tenía que avisarle a un amigo que me esperara. Corrí hasta el balconcito cerca del baño y vi a la mujer esta que me da clases de religión saliendo de la institución con unos compañeros míos. Ella se percató de que alguien la observaba, automáticamente miró desde abajo al balconcito. Esta vez yo tenía la ventaja, yo estaba arriba y la veía mientras los alumnos del colegio salían, que ironía aquella; veintinueve del salón no se comparan a más de trescientos alumnos de secundaria.

Entre estos logré divisar a mi amigo, lo llamé y me esperó. Él iba con un compañero, me pareció bien, tenía ganas de hacer mucho ejercicio hoy. A unas cuadras del colegio vi por última vez a la profesora en su carro con 3 de mis compañeros babosos del curso ¡qué barbaridad!

Llegué cansada a la casa, no era para menos; necesitaba darme una ducha. Voy al baño y otra vez estaba ahí esta suspicaz mujer, frente a mí, echada en la tina del baño, restregando su pecaminoso cuerpo con una risa impúdica por los goces que debió probar en su faena vespertina.

Con un aire de humilde cinismo me dijo:

-Vamos hijita quita esa cara, ven, báñate conmigo, supongo que también lo necesitas.

Moví la cabeza de un lado a otro, ahí estaba yo, descarada, sin pudor, sin vergüenza, bañándome con mi ilustre profesora de religión, total, así éramos, de tal palo, tal astilla.



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