Fioncer - Alias: CJBustamante

Esta vez traemos un cuento de la autoría de Luis Miguel Alcívar, estudiante de Literatura de la UCSG.

La campana

Un monstruo es el matrimonio, el compromiso una esclavitud, el terror más grande de los vistosos grilletes que eran sus manos, y locura ganada de la batalla siempre perdida, es el abrazo de la peor de las epifanías. Pero al fin, la dicha. La dicha lúgubre de librarme de esta otra muerte que era mi esposa.

Y en su lecho, tumba de lo eterno, encubre el resto de mi existencia, una pequeña campana, una canción que baila lo que se lleva, que ríe como la única esquila de los muertos donde reposa un postrero suspiro de lo último que ella fue. Un ulular, aullar que recoge la audiencia de los difuntos, aún, aún se escuchan, el ahogo, el bramido de la extinción, un aún que recorre el pueblo por un ciervo y su pala. Una triste invocación a un pedido que no quita la última voluntad del que desea vivir, Sin duda, un refrescante arrullo, que servirá para el más placentero de los sueños, el que nunca acaba, el del caído.

Un arrastrar me altera. Arranca de mí la sonrisa de mi ensueño, y casi enhiesto mi dorso sobre mi lecho me resguardo. Arraigo mis sábanas, y sigue el sujeto sonoro de mi arrabal recuerdo, de sacos empedrados que recorren, crujen, estremecen, con el ruido más salvaje que retumba en mi sórdida conciencia. Esos huesos que rompiendo el silencio, con el chasquido de los barrizales menos profundos, consiguen un clamor del frotar de sus ásperos pies, contra la loza, zafar de todo lo bello y prosigue cada vez más cerca con el cercano zaceo, de una senda que llega para sonsacar, la vedad, de una pueril jugada, mas nada queda, sólo a esperar un quizás, una presencia, un perdón, un sudor frío que recorre en mis sábanas.

Lo es, es eso, el silencio. Síndrome sin energía, que sigiloso se cerciora que no escape, mi aciago deber, de existir y de sentir tan sólo una vez, el susurro, de una muerta que invita a sentir el cerrar, el silencio que seduce el recuerdo de un pasado y el vislumbrar de un futuro que se bifurca.

Campanas, campanas, campanas, campanas. El anuncio, de una recién llegada que jadea. Baila y se fuerza a sí misma en pié sólo para tocarme. El azote de la puerta es la última de las campanadas, y se acerca, con danza lenta que inmoviliza. Y otra vez el arrastre que deja polvo de pena, en una nube de bruma y tierra, alejando a las almas que aborrecen a los caídos en el año de la decimanovena. Lo gélido, se apodera de mi casa, de mi cuarto, de mi cama, de mi sueño. Aguardo con vista fija en el arriba, porque ya no hay abajo, no hay nada para los que llegan y se van. Un cuerpo reanimado que nunca más, nunca más dejará en paz, al tiempo, al momento del olvido. Ese ser atorrante que solía ser mía, ahora me muestra su mano y el relucir aún dorado de esa única prueba del amor. Indica mi lisonjero rostro aún en reposo, señala mi frente de augurio hacía el despojo. La toca. Se deja caer mi brazo de la suavidad de mi cama, para mecerse en el aire, en la nada, como una campana que se merece que la recuerden como el postrero sonar del verdadero caído. Y el recuerdo de una sonrisa en el olvido, de mi esposa, de mi casa, de mi cuarto, de mi cama, de mi muerte, de la nada. Y al final, solo, en la sombra, de una vela sólo río, río, río, río.



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